Yo estaba interno. Tenía diez años. La primera noche me costó mucho trabajo dormirme. Me asombró y alegró comprobar como, ya con las luces apagadas, a las once de la noche, de aquel inolvidable 17 de septiembre de 1972, un rayito de luz que partía de la corona de la Virgen Inmaculada que lucía en el centro del dormitorio. Pensé que cuando se lo contara a mi madre le encantaría. Lo cierto es que cada noche, antes de dormir, ya apagados los tubos fluorescentes, miraba a la Virgen y me sentía protegido e iluminado por esa lucecilla que, se antojaba, estaba dirigido a mí. Mis oraciones y a dormir.
jueves, 17 de diciembre de 2020
miércoles, 16 de diciembre de 2020
Recuerdos de infancia, adolescencia y juventud. Los bocadillos de tortilla con cebolla de Grao.
Han pasado casi cincuenta años. Quizás este breve relato no se entienda por nadie o, quizás, por muy muy pocas personas. Pero me da un poco igual. Yo siento la necesidad de contarlo. Hoy, en el cine, de pronto me he acordado de una anécdota de mi infancia. Yo tenía diez años. Era uno de los más de doscientos alumnos internos de un colegio escolapio de Madrid. Los lunes tenían una mezcla de duros y reconfortantes. No sé si lo sabré expresar en su justa dimensión y con la profundidad que suponía para mí. El lunes era la vuelta a la rutina, a la normalidad muy entrecomillable. Es decir, a la normalidad dentro de toda una excepcionalidad que nos había sobrevenido de una forma un tanto repentina. El lunes era otra vez el madrugón con esa música que se me clavaba y me hacía sentir mi soledad más profundamente que en ningún otro momento. Todavía hoy, al pensar en aquellos momentos me emociono y afloran las lágrimas, que consigo contener, como entonces.
La música que más me dolía era la del cóndor pasa, pero no estoy seguro del todo. Quizás fuera una sintonía radiofónica del momento. Era 1972. Lo cierto es que había algo de alivio también porque suponía una semana menos, porque veíamos a nuestros compañeros de clase y a nuestros profesores. Además, volvíamos a vera los internos que se habían ido de fin de semana. Era también un sentimiento poliédrico y contradictorio. Pero bueno, el recreo era ya el momento estelar. Allí apenas si recuerdo a un interno que se iba casi todos los fines de semana. Era del norte y tenía a algún familiar en el extranjero. Aparecía con un bocadillo de tortilla de patatas impresionante. Era sencillamente espectacular. Grande, jugoso y con un grosor nada común. Alguna vez me lo dió a probar. Para mí fue una experiencia confusa. A pesar de mi apetito y mis muchas ganas aquella tortilla era diferente a la que yo había probado. Tenía un sabor que me resultaba muy raro, casi como picante, pero no era eso. Me dijeron que era la cebolla. Para mí, con esa edad, algo incomprensible. ¿Existían bocadillos de tortilla de patata con cebolla? Evidentemente la respuesta era afirmativa, ante mi confusión. Grao se comía su bocadillo cada lunes como si fuera un trofeo que otros no habíamos conseguido. A veces compartía un bocao, pero poco más. A mí, ese sabor, me disgustaba. Años más tarde, cuando empecé a cogerle el gustillo a esa forma de hacer la tortilla, me venía a la cabeza aquellos tiempos mágicos, preciosos y atroces. Después empecé a cocinar y la cebolla ya estaba presente en casi todas mis comidas. Hice tortillas casi por devoción. Las hice de todos los tamaños, grosores y sabores. Las hice como peculiar forma de despedir el año escolar cada mes de diciembre, con mi alumnado y mis compañeros y compañeras de colegio.
Cada cierto tiempo recuerdo aquellos impresionates bocadillos de Grao, un chico que se iba casi todos los fines de semana.
Tortillas de patata sin cebolla hechas en un campamento de verano.