Años setenta del siglo XX. Un internado religioso. Tiempos difíciles. Tiempos de cambios. Transición. Violencia. Miedo. Inseguridades, muchas, por todas partes. Incertidumbres. Esperanzas, también. Sueños, casi infinitos. Muchos, quizás sólo algunos, cimientos, tiemblan. Terrorismo. Atentados. Represión. Crisis, crisis, crisis...Insultos en cascada. Descalificaciones. Mentiras y verdades que tejen el día a día. Luchas también pacíficas. Silencios. Avances. Retrocesos. Enquistamientos. Engaños. Envidias. Envidia a mansalva. Resentimientos. Olvidos. Perdón, también perdón.
Y en ese tiempo, que parece incierto, atroz y gris, una pequeña foto de apenas cuatro o cinco centímetros de lado, de alguna revista en color no identificada, se convirtió en una ventana abierta a la vida, a la Naturaleza prístina y llena de color. Era la llave que abría la puerta pesada del día a día y conducía a un techo en lo alto de una selva, de un bosque, de una sierra...
Aquella foto era como una batería o un motor capaz de sacar a aquella persona de su tristeza, de su soledad, de sus miedos, de su dolor. Aquella foto de un lince, de apenas unos centímetros de lado...¡era en realidad tan grande!¡Era tan, tan profunda!¡Significaba, sobre todo, el futuro, que se abría frente al horizonte cercano, oscuro y casi indivisable! ¡Era la paz interior rodeada de trincheras y armaduras! Aquella pequeña foto de un lince era un camino placentero e instantáneo, un sueño, un sustituto de otras realidades que estaban lejanas.
¡Una pequeña foto de un lince!¡Era en realidad tan grande!¡Era tan, tan profunda!
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