Ya está claro, meridianamente claro. Hemos encontrado al culpable de todos nuestros males y, además, no hay discusión posible. Donald Trump se ha convertido en el eje sobre el que van a girar todas las miradas, todas las quejas, todos los insultos, toda la rabia contenida, todas las verdades guardadas como tesoros peligrosos que no se pueden decir. Trump es la diana perfecta. Atesora tal cantidad de defectos, ha dicho tantas barbaridades que todo se puede perdonar al resto del mundo, empezando por nuestro vecino, nuestra compañía, nuestro alcalde, nuestro técnico, nuestro concejal, nuestro policía, nuestro inspector, nuestro jefe, nuestro diputado, nuestro presidente de comunidad de vecinos, de comunidad autónoma, de gobierno...¡Para qué quejarnos de lo concreto! Es relajante, se descargan tensiones, se empatiza con una masa que parece rodearlo todo y de la que nos sentimos partícipes. Atrás queda la realidad, la verdad o sencillamente, nuestra particular verdad.
Así las cosas, miles, cientos de miles o millones de personas, sintiéndose mal con el presidente elegido democráticamente en Estados Unidos -¡con ayuda de los rusos!- en realidad, se empiezan a sentir bien. No se acuerdan de esos "frentes" que les quitan la paz interior y puede que hasta la exterior. Parecen sentirse más tranquilos ante la acuciante necesidad de dar respuesta al día a día, a lo cotidiano, a lo que nos trae cada minuto. Por fin estamos de acuerdo todas y todos en algo. Como dice una persona que conozco: ¡es que lo que haga Trump nos va a afectar a todos!
Mentalmente, oigo un "plof" que interpreto como que no puedo volver a intentar traspasar una muralla infranqueable.
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