Yo era muy tímido. No me he considerado nunca un chico listo, como se solía decir. Y no era, ni el primero (ni en segundo, tercero, cuarto...) de mi clase -nunca lo he sido-, ni muy estudioso, ni lo que se suele denominar "empollón". Cuando llegué al internado de Madrid, el Real Colegio de san Fernando de los padres escolapios, esa timidez se vió multiplicada considerablemente. Me sentía diferente en todo, y, especialmente, en mi forma de hablar. Me daba corte y mis compañeros de clase, unos cuarenta y siete o cuarenta y ocho, me miraban con sorpresa. Alguno me decía que yo tenía acento andaluz. Era nuevo y, salvo otro alumno de mi pueblo un poco mayor que yo, Pedro (1), de Villarrubia de los Ojos, yo no conocía a nadie en aquel centro de unos dos mil alumnos.
Cuando empezamos las clases, aquel 19 de septiembre de 1972, mi sensación era de extraordianria soledad. Yo no quería, bajo ningún concepto, sobresalir ni destacar. En unos exámenes de Matemáticas hice unos ejercicios complicados con lo que llamábamos "quebrados", es decir, fracciones. Cuando ya los tenía, me parecía que era todo demasiado complicado y los borré. Mi profesor, el muy buen profesor don Víctor, detectó algo extraño. En la segunda ocasión, sencillamente, ya no quise resolver las mismas operaciones, por esa timidez atroz. Así, podría contar otras anécdotas de mi vida. Lo cierto es que lo fui superando, espero, poco a poco. Ahora, cuando lo recuerdo, me sorprendo enormemente.
Después, como maestro, a veces he detectado algunas situaciones parecidas y he intentado darles el tratamiento adecuado.
(1) No aporto sus apellidos ya que hace muchos años que no lo veo y no quiero hacerlo, sin su consentimiento.
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