Era el año 1973, aproximadamente. Yo era un niño de unos once años. Lo digo así, con cierta duda, porque no me acuerdo bien, podría tener un año más. Estaba en un internado de los padres escolapios, el "San Fernando" (1) , de Madrid. Aquel colegio era impresionante en todos los aspectos.
Cuando conté, hace ya una década, a mis alumnas y alumnos de sexto de Primaria, que yo había estado interno me miraron con cara de compasión y gran asombro, expresándome poco menos que sus condolencias y temores. Por aquellas fechas había una serie de televisión que hacía furor, y de la que no soporté más de cinco minutos. Esos chicos y chicas pensaban que un internado era algo tenebroso, lleno de peligros y desgracias, incluyendo los asesinatos y cosas por el estilo. Aunque no dediqué mucho tiempo a aclarar algunos conceptos históricos sí recuerdo que intenté hacerles ver que, en aquella época de la que hablo, los internados no se parecían absolutamente (se podría decir, enfatizando y marcando mucho las sílabas"ab-so-lu-ta-men-te") nada a lo que se presentaba en el programa mencionado.
Como decía, aquel colegio era extraordinariamente bueno y todavía hoy, cuarenta y tantos años después, como alumno y como profesional de la Educación, sigo pensando que fue una gran suerte haber estado allí tres años de mi vida. Fue duro, pero mereció la pena.
Hoy he recordado una anécdota que me ha hecho reír como hacía tiempo. Quiero dejar dicho que lo que cuento es totalmente real y que no hay lo más mínimo de maldad, desprecio, burla o humillación en mis palabras.
Lo cierto es que, entre las personas que vivían en el colegio, además de los más de 250 alumnos internos y la comunidad de padres escolapios, había un señor que en aquellos tiempos nos parecía muy mayor. Yo diría que estaba muy cerca de los noventa, pero aclaro que los ojos de un niño no son los más adecuados para "calibrar" o estimar la edad de los adultos. Lo cierto es que estaba jubilado y vivía allí, supongo que como antiguo fiel empleado. Solía vestir con un mono azul, arrastrar un poco los pies, que soportaban ya un cuerpo grueso y un tanto temblón. Además, usaba gafas y al menos un ojo lo tenía algo dañado. Era como si el párpado inferior estuviera caído mostrando un color rojizo. Uno de mis mejores amigos, rápidamente, lo bautizó con el expresivo nombre de "Ojo pocho". Y entre nuestro grupillo así se quedó el buen hombre. Nos saludaba, lo saludábamos pero, a solas, hablábamos de él con ese apodo que no tenía malicia alguna.
Un buen día me dijo que qué pasaba con las venticinco pesetas. Creo que no le supe contestar. Y ya, cada vez que me veía, me decía algo al respecto, sin que yo intuyera siquiera el significado. Un día le dije que quizás me confundiera con otra persona. Pero un poco después me dijo que yo no le había devuelto dicha suma. Me sorprendió mucho porque yo ya era para él "el de las veinticinco pesetas", sin haberlo sabido hasta ese momento. Le pedí que me lo explicara y era muy sencillo. Me aclaró que me había dejado veinticinco pesetas y que yo no se las había devuelto.
Lo cierto es que nunca le pedí dinero prestado ni me lo ofreció. En el internado, además del dinerillo que pudiéramos tener de la última vez que hubiéramos ido a nuestra casa, o de haber recibido la visita de nuestros padres o familiares, solíamos disponer de una cantidad que nos custodiaba uno de los padres (¿seminarista en algún caso?) que estaban como responsables de nuestra sección (o dormitorio)(2). Así, podías tener, por ejemplo, quinientas pesetas, que le habían dado nuestros padres o nosotros mismos. Cuando te hacía falta, ibas a su habitación, hacías cola, y le pedías al padre Javier, lo que te hiciera falta.
Este señor me confundía y siguió diciéndome siempre, como saludo "el de las veinticinco pesetas". Y yo, con mi hermano, he mantenido esa peculiar forma de autodenominarme o de hacer mención a otras personas o situaciones un tanto indeferenciadas, más como saludo, como simple interjección, con función fática o de contactoentre nosotros. Con el tiempo, y de forma inconsciente, fuímos aumentando la cantidad. Así, podíamos decir. ¡hola, el de las cien pesetas!
En aquellos tiempos, el metro de Madrid, que cogíamos solos, costaba tres pesetas. Una caña de cerveza, seis o siete, un bocadillo de calamares, en el mítico y emblemático bar de los calamares de la calle ¿Gaztambide?, nueve. Allí, a regañadientes, nos obligaban a ir los mayores, a comprarles un bocadillo, cuando les apetecía. Los mayores eran los alumnos de COU o de tercerro de bachiller. ¡Gigantes para nosotros¡ Lo bueno era que alguno, generoso, nos daba una propina o nos decía que nos tomáramos otro. Así que, pronto, empezamos a ir cuando nos apetecía y disponíamos de dinero. Ese bar era, entre otras cosas, un punto estratégico al que acudían muchos legionarios, personajes también de los más curiosos que veíamos por el centro de Madrid en esos años. Altos, fuertes, descamisados, barbudos, con hambre y sed y metidos en sus propias burbujas, como casi todo el mundo. Alguna vez alguno nos saludaba, pero eran las menos veces.
No sé si ya en los últimos meses de mi estancia en aquel internado, ya con trece años, dejó aquel hombre, del que no recuerdo su nombre, de llamarme "el de las veinticinco pesetas". Por allí estaban, además, "el Dálmata", los cocineros, las señoras de la limpieza y del comedor, -especialmente la señora Isabel, con su paciencia y bondad natural-, y algunos más.
Fueron años muy intensos de los que podría contar muchas historias. Algunas divertidas o curiosas, otras, atroces, otras, cargadas de significación, educativa o sociológicamente. Por el momento me quedo con ese mote tan ocurrente y descriptivo que sólo usábamos Fernando, José Juan, Manolo, Jacinto, Gonzalo y algunos más (3).
Recuerdo, por ejemplo, el día que asesinaron a Carrero Blanco, un 20 de diciembre de 1973, nada más y nada menos que el presidente del gobierno de España. O cuando paseó, en coche, por Madrid, el presidente de Estados Unidos, Gerald Ford. Y cuando se produjo un impresionante socavón en las calles de Andrés Mellado y Joaquín María López y la fotografía fue la portada del ABC. O cómo había colas interminables en un cine muy cercano al colegio, en la calle Andrés Mellado, sobre todo de jóvenes melenudos y barbudos y chicas con minifalda, con aspecto de "jipis"(hippies), para ver la película "Tocata y fuga de Lolita". Por mi colegio pasaron, entre otros, Félix Rodríguez de la Fuente, Pelé y Kiko Ledgard, padre de varios alumnos, de los muchos hijos que tenía. Allí conocí a gente maravillosa y aprendí mucho en todos los sentidos. Los padres escolapios y el profesorado eran, sencillamente, extraordinarios. Del señor que me llamaba "el de las veinticinco pesetas" guardo también un recuerdo entrañable.
El año 1974 o 1975 supimos que los escolapios habían vendido el colegio y estaban contruyendo otro, muy moderno, en Pozuelo de Alarcón. Allí ya no habría internado. Los tiempos estaban cambiando. Hubo algunas protestas y se hizo una presentación oficial, que apareció en la prensa. Se mostró la maqueta del nuevo proyecto. Los últimos días del curso algunos padres del colegio de Getafe estuvieron allí eligiendo los muebles que se llevarían. Estaba previsto demoler el edificio pero al final no fue posible.
Los internos, algunos, fuímos a Getafe y otros al Calasancio. Visitamos varias veces el lugar en el que estaba nuestro colegio. Hubo ocasiones en las que quedábamos unos antiguos compañeros y recorríamos esas cuatro calles, con una mezcla de emoción y, en algún caso, de cierto dolor.
Mis primeras fotografías en un "fotomatón". No las pude entregar porque me parecía que, con esa cara, muerto de risa, no procedía. Ahora me alegro mucho de tenerlas. Son de septiembre u octubre de 1972.
Mural realizado en 1973, cuando estaba en quinto de E.G.B. El tema era uno de mis favoritos, con diferencia...y lo sigue siendo.
(1) El "San Fernando" se encontraba en el barrio de Argüelles y se encontraba entre las calles Donoso Cortés nº 80, Andrés Mellado, Joaquín María López y Gaztambide. Su historia se puede leer en este enlace, correspondiente al llamado "cuarta época".
(2) Había tres secciones, la de los mayores, en la cuarta planta. La nuestra, en la quinta planta, y la de los pequeños, en la sexta planta.
(3) No escribo apellidos ya que hace muchos años desde que no tengo contacto con ellos.